sábado, 9 de febrero de 2013

Mediterráneos


Así se titula una breve obra de Rafael Chirbes publicada en Anagrama y que descubrí hace unos meses gracias a la mención que de ese libro hace Paco Nadal, periodista de El País, en un interesante blog de viajes y con el que me tropecé de casualidad, navegando por este mundo virtual. Blog que, además, aconsejo seguir, pues acostumbra a publicar artículos y reseñas bastante interesantes. Para todo aquel que esté interesado en visitarlo, esta es la dirección: http://blogs.elpais.com/paco-nadal/.
Como acabo de indicar, precisamente, uno de sus artículos, titulado “Mediterráneos”, hace referencia, al trabajo de Rafael Chirbes y que, según Paco Nadal, es “…de lectura obligada a los ciudadanos y a los forasteros enamorados de este mar-nación”.
En una de sus primeras páginas, Rafael Chirbes comenta: “Hay gentes, libros o ciudades que no entendemos, pero que nos atrapan y nos obligan a visitarlos una y otra vez, seguramente porque advertimos en ellos indicios de que esconden algo que nosotros buscamos”…. “Esos libros, ciudades y gentes inquietantes acaban formando necesarias piezas de nuestra identidad”.
Unas páginas más adelante, Rafael Chirbes indica que “Mediterráneos” trata “de los ecos y espejos cuyas imágenes multiplicadoras han acabado por devolverme siempre a mí mismo. De cómo viajar es leer mejor en unas páginas que ya se habían leído”.
Completo esta introducción con la aportación que realiza Paco Nadal sobre el Mediterráneo y que me parece de lo más sugerente: “El Mediterráneo es el azul de una cala del Adriático, el blanco de una iglesia ortodoxa en Mikonos, el verde de los olivos de Djerba. El Mediterráneo es el violinista armenio que me amenizaba las cenas en la playa de la isla turca de Kekova, el viento húmedo de Levante, los pueblos blancos llenos de buganvillas de las costas de Orán, la ruinas de Siracusa, la sabiduría perdida de la biblioteca de Efeso o de Alejandría. Es la civilización que creció en torno al vino y el aceite de oliva. Es un oasis de palmeras que sume en la penumbra el vergel y alienta un pequeño mundo de huertas, norias, azarbes y acequias.”
A lo largo de la breve y amena obra de Rafael Chirbes, formada por varios artículos, escritos para una revista en los años ochenta y noventa del siglo XX, el autor, a través de sus impresiones, recuerdos, sensaciones e improntas que han marcado sus viajes, nos traslada a Creta, a Valencia, a Estambul, a Lyon, a Génova, a Venecia, a Alejandría, a la ciudad tunecina de Gabes, a Denia, a El Cairo, a Benidorm y a Roma.
 En Creta, el autor se recreó no sólo en los frescos de Knossos, sino en las “modestas ruinas de Gortina” y, sobre todo, en esos pequeños detalles por los que vale también la pena realizar un viaje como un olivo milenario, una basílica, los cipreses, una pequeña figura de terracota o hasta un perezoso felino gatuno.
 
 
De Valencia, Rafael Chirbes destaca su bullicioso Mercado Central que visitó, por primera vez, en su niñez y que le cautivó con su amalgama de colores, su fusión de olores y sonidos, voces y personas; emociones y sensaciones que las revivió, años más tarde, en otros mercados mediterráneos.

De Estambul, el autor  recrea los paisajes y paisanajes de la orilla europea y la asiática: los pescadores intentando vender su fresca cosecha marina, el puente colgante, las colinas, las barcas de madera flotando sobre las aguas del Bósforo, las magníficas cúpulas de las mezquitas y los fieles creyentes que acuden a ellas a rezar, los alminares, los antiguos palacios, el movimiento de los ferris entre Asia y Europa llenos de pasajeros de profesiones y características diversas, las tiendas y establecimientos comerciales de carácter europeo…. En definitiva, su historia antigua y moderna. Y como no, sus bulliciosos bazares repletos de gentes, de cafés y de olorosas especias, de brillantes metales, de delicadas sedas de colores, de magníficas alfombras,…
 
A Lyon la califica como una ciudad situada en una encrucijada de caminos culturales que, dependiendo siempre de donde el viajero proceda a su paso por ella, puede mostrar sugerencias o atributos cercanos a una ciudad europea o a una ciudad mediterránea. Tampoco se olvida Rafael Chirbes de los olores mediterráneos a lavanda, a ajo y perejil, a hierbas aromáticas, o a azafrán que la impregnan.
 
De nuevo, los aromas culinarios de esencias y especias mediterráneas se repiten en su visita a la ciudad de Génova, que fue un importante centro de banqueros y comerciantes a partir del siglo XI, urbe de magníficas arquitecturas civiles y religiosas que pueden depararle al viajero más de una sorpresa. Chirbes se lamenta de que aquella ciudad rica y próspera corra el peligro de entrar en decadencia.
 
 A la tan elogiada ciudad de Venecia, el autor la califica, metafóricamente, con las siguientes palabras: “Venecia es nuestra ciudad secreta e interior, de la que alguien ha construido una maqueta en medio de la laguna adriática…”
 Cuando le toca el turno a la histórica Alejandría, con las referencias a la antigua Biblioteca y a su legendario faro, Rafael Chirbes no puede evitar aludir a los cambios que, a lo largo de los siglos, ha sufrido esta ciudad, una urbe que la define como “Ciudad fénix”, que “ha muerto y resucitado unas cuantas veces”: construcción y destrucción, nuevas obras y ruinas, historia que se relega o se soterra y amplias arterias que atraviesan la ciudad moderna con inmuebles recién edificados.
 En la descripción de la ciudad tunecina de Gabes y de la isla de Djerba, situada en el Golfo de Gabes, se vuelven a repetir escenas expresionistas e impresionistas mediterráneas, de carácter marino, ya observadas y vividas por el autor en otras ciudades de este litoral.
 En su visita a la ciudad alicantina de Denia, el escritor ansiaba encontrar y descubrir antiguos recuerdos de su infancia sobre paisajes y sensaciones guardados en la memoria: como las antiguas, armoniosas y pintorescas viviendas de los pescadores en el puerto mismo de Denia, como añejos sabores, olores y colores, como las vetustas formas e imágenes de una ciudad con su característico puerto o como los arcaicos caminos rurales. Pero desde hace más de cuarenta años, esas pretéritas representaciones  y percepciones que retenía en su memoria se esconden, ahora, tras un tapiz de hormigón y bajo capas de alquitrán. De todo aquello ya no queda, apenas, nada. El desarrollo y la expoliación urbanística que minan el encanto de muchos pueblos, ciudades y rincones paisajísticos y los incendios que han hecho de este territorio un paisaje hosco y desértico son epidemias que afectan a muchos enclaves del Mediterráneo. “Era como si un malvado y destructivo encantador se empeñase en sembrar de fealdad una comarca que había podido permitirse ser paradigma de armonía…” De todas formas, durante su recorrido por esta comarca alicantina, todavía se puede disfrutar de la presencia de algún que otro pino, de almendros florecidos y de árboles frutales, de aguas transparentes, de farallones y calas, de marjales, de algún que otro olivar, de sierras,…
 
 
Nuevas avenidas y edificios se mezclan con los alminares, con las mezquitas otomanas y árabes, con las sinagogas, las iglesias coptas, testigos, todos ellos, del antiguo esplendor de una gran urbe cosmopolita como es la ciudad de El Cairo. Una población que reúne e integra razas, estilos de vida, modos arquitectónicos y religiones diferentes. Y en el horizonte desértico de esta urbe, las pirámides. Aquí la historia se esconde y florece por sus inmensas piedras. No puede faltar la alusión a Khan Khalili, su viejo zoco, en donde se mezclan puestos de artesanía con los típicos cafés y en donde los hombres de viejas pieles arrugadas, tostadas por el sol, comparten el narguile. Para el autor, El Cairo, es un inmenso mercado. Me ha fascinado la descripción que Chirbes hace, precisamente, del viejo, vitalista e insalubre mercado de Rud Al Faraka y de su entorno: “Mucho antes de llegar al edificio central del decrépito mercado de Rud Al Farak el viajero se siente ya aturdido por el ajetreo de animales de transporte, de vehículos de motor cargados hasta los topes de todo cuanto las riberas del Nilo producen. Por todas partes se elevan altos muros de verduras perfectamente embaladas en cajas de tejido vegetal, y aturden los perfumes de las naranjas y granadas, o de los manojos de menta y coriandro, a los que se mezcla el olor de excrementos y sudor de las bestias fatigadas por largos recorridos y también el del humo que desprende la grasa de cordero al quemarse en los carbones encendidos de las cocinillas. Atruena el ruido de las ruedas de madera de los carros al golpear contra el suelo, y se contrapuntea con los que emiten las bestias –ruidos de cascos, relinchos- que se añaden a las voces de compradores y vendedores, a los gritos de mayoristas y descargadores”.
“El Cairo ofrece a quien quiera y sepa leerlo un complicado y bello palimpsesto, en el se mezclan las historias e ilusiones de turcos, armenios, egipcios, persas o judíos”.
 
 
Resulta ocurrente e ingeniosa la descripción que Rafael Chirbes realiza de otra ciudad mediterránea: Benidorm. Dice el autor que aún está por rodar el capítulo dedicado a esta población mediterránea para las series de National Geographic, series que muestran los esfuerzos por sobrevivir de muchas especies animales. Pues, efectivamente, faltaría un capítulo ofrendado a Benidorm y a esos jubilados y personas enfermizas que, durante los inviernos “anidan en Benidorm y ocupan alguna de las miríadas de celdillas de esas gigantescas y verticales colmenas construidas por el hombre… Ese capítulo de National Geographic tendría que contar cómo, en los meses de temporada baja, cientos de miles de ejemplares humanos de la tercera edad atraviesan el continente y recalan en este rincón del Mediterráneo para su hibernación”. De nuevo, la especulación y el desarrollo urbanístico que destruyen y modifican el paisaje y paisanaje de muchas poblaciones mediterráneas y no mediterráneas y de las que, como recuerdo de lo que fueron, sólo queda, en muchos casos, el mar y el cielo.
 
De la bella e imperial ciudad de Roma, rebosante de arte, de seducción y de monumentos y de la que Rafael Chirbes dice que “no ha parado de hacerse y deshacerse durante casi tres milenios”, el autor relata su reencuentro con ella un día frío de invierno, en la soledad de sus plazas y calles, contemplando cada iglesia, cada palacio, cada fuente y estatua con la tranquilidad que se necesita, sin el agobio de marabuntas turísticas humanas. Son varias las Romas que el escritor percibe en su visita y que, gracias a la magia que las imbuye, se pueden unir todas ellas en una sola Roma.
 
 
La memoria genética está presente en todas estas ciudades: en la mezcla y en la diversidad de culturas y de  razas mediterráneas, en los viejos rostros marcados por las arrugas de la experiencia, en las pieles de los hombres tostadas por el esfuerzo diario, en el fuerte olor dulzón a mar, a salitre, a algas, en los paisajes vírgenes, en su verdor o en su aspereza, en las siluetas de las barcas, en las mismas miradas repletas de sabiduría de las gentes, en las escenas de pesca, en los palmerales, en los hombres que disfrutan de sus jubilados momentos de ocio en los bares típicos de los mercados, puertos y zocos, en los cultivos ordenados y mimados, en el viento mediterráneo, en la inmensa llanura del mar, en la claridad y la pureza de la luz,…. Son los elementos de un pasado, de una historia, de unas raíces, de una memoria mediterránea.