jueves, 28 de marzo de 2013

El valor identitario y cultural de los conjuntos históricos: lugares de la memoria colectiva.


“Todas las ciudades del mundo al ser el resultado de un proceso de desarrollo más o menos espontáneo, o de un proyecto deliberado, son la expresión material de la diversidad de las sociedades a lo largo de su historia”.
(Carta internacional para la conservación de las ciudades históricas. Toledo, 1986)
                          
  
Cuando organizo un viaje a cualquier ciudad o pueblo de la geografía española, no puede faltar, dentro de mi programa, una visita a su barrio histórico, origen de la población, si es que esa localidad tiene la suerte de poseer uno. Y es que para mí, un centro o casco histórico –sea urbano o rural- es, en su inmensidad, toda una magnífica obra de arte, configurada por elementos y espacios arquitectónicos y artísticos diversos que diseñan una sinfonía magistral, que invitan al recogimiento, a la contemplación silenciosa, al encantamiento y que merecen un más que digno respeto, interés y protección. Son documentos sagrados hechos en piedra, vestigios y zonas arqueológicas de una o varias épocas que han evolucionado a lo largo de los siglos y que nos ayudan a entender nuestra historia, nuestra herencia cultural, evocadores de un pasado, de una memoria histórica colectiva.


Son ciudades y pueblos diversos: unos han nacido en lugares estratégicos de defensa, derramándose a los pies de su castillo, protegidos por los restos de una muralla; otros han surgido junto a ríos caudalosos; otros se han desarrollado por motivos comerciales, militares, religiosos o se han convertido en lugares sagrados y centros de peregrinaje; otros han tenido su origen en la actividad humanística, administrativa e incluso de ocio; otros se han manifestado en torno a aguas termales…; y otros abarcan varias de las anteriores características. Todos los conjuntos históricos tienen un enorme acervo monumental con construcciones y componentes que los identifican y caracterizan: su castillo y murallas, con puertas de acceso, que crean una aparición imponente; la urdimbre medieval de sus calles y de sus plazas con soportales; casas nobles y palacios, museos, monasterios, iglesias y catedrales, y otros elementos que constituyen el mobiliario urbano como cruceros, fuentes, jardines….; todos ellos piezas magníficamente tocadas por la nostalgia de lo antiguo y por el revestimiento lustroso del tiempo.




Pero tampoco debemos olvidar que el patrimonio cultural de nuestros centros históricos no lo integran sólo las construcciones arquitectónicas populares, civiles o religiosas, sino que hay que añadir otros aspectos y elementos como los paisajes urbanos o rurales, sus acontecimientos y celebraciones religiosas, culturales, festivas y tradicionales, su artesanía, los rasgos etnográficos y antropológicos e incluso sus mercados típicos y populares. Todos ellos y más son los rasgos identitarios y simbólicos, la memoria colectiva de un pueblo. Tenemos, pues, que saber apreciar y valorar las distintas épocas de una ciudad, la cultura de los diferentes pueblos, razas y religiones que la habitaron a lo largo de la historia, y entender que esa superposición de culturas aporta una infinita riqueza.





Los edificios de los conjuntos históricos de nuestras ciudades sufren procesos evolutivos vinculados a la estimación cultural y a los intereses económicos, sociales y políticos que se producen a lo largo de diferentes períodos. Durante su vida, esos bienes inmuebles se reajustan a las nuevas exigencias: unos se distinguen por su prestigio, por su posible utilidad, algunos incluso son inmortales; pero otros se menosprecian por improductivos e ineficaces, lo que puede ocasionar su postración y posterior degradación e incluso erradicación, llegando a sucederse circunstancias verdaderamente trágicas de daños y pérdidas definitivas desde el punto de vista artístico, cultural y social.

Según información leída en algún artículo, parece que existen, desgraciadamente, corrientes sectoriales que, sin miramiento alguno, abogan, en la época de las grandes urbes, por el eclipse o la defunción de los viejos cascos históricos. Pero, por suerte, hay otros colectivos, además de instituciones y organismos públicos y privados, que respaldan las actuaciones necesarias para frenar su deterioro urbanístico. Aunque, actualmente, en tiempos de grave crisis política y económica, estas actuaciones se están relegando, fatalmente, a un segundo y tercer plano.


Me incomoda y me duele comprobar cómo algunos de nuestros pequeños centros históricos se encuentran en peligro de desaparecer: bien por la falta de interés de los gobernantes; bien por la amenaza del avance, a veces indiscriminado y agresivo, de la ciudad industrial; bien por la desidia de los propietarios de muchos inmuebles que no consideran las viejas arquitecturas como un valor artístico o cultural; bien por el envejecimiento de su población y el vacío demográfico, por las dificultades de movilidad, por la recesión de los pequeños negocios comerciales tradicionales de siempre, por la escasez de servicios, o bien por la construcción de nuevos edificios en el entorno del viejo casco histórico, “colonización” que no se adapta a la fisonomía estereotipada que caracteriza a la ciudad antigua, llegando, en ocasiones, a constituirse una pluralidad de formas y espacios arquitectónicos incompatibles con la arquitectura secular.


No hay que olvidar que cada edificio, por humilde que sea, posee su biografía propia, una identidad definida por su historia, por su cultura, por sus antiguos usuarios.
Actualmente, en muchos de esos centros históricos que constituyen la parte más delicada de una ciudad o de un pueblo, su ruina y soledad hacen necesarias actuaciones e intervenciones-algunas de ellas muy profundas- para conservar su alma y su esencia pasadas, para mantener elementos arquitectónicos, esculturales y artísticos con un gran significado, para custodiar su historia, su cultura, su paisaje, su encanto y como no, para mejorar la calidad de vida y el bienestar de sus habitantes.

En definitiva, las ciudades históricas -elementos magníficos y admirables, dentro de mi humilde opinión-, enriquecidas por una infinidad de valores culturales, son realidades vivas habitables y sostenibles. Debería, pues, respetarse su pasado y convertirse, en espacios dinámicos con una adecuada gestión, con estrategias no sólo para su conservación patrimonial, sino también para su enriquecimiento social, económico, cultural y turístico.


Es importante establecer un prototipo de gestión específico, eficaz y adecuado, que marque las líneas y las acciones adecuadas para rehabilitar, conservar y amparar nuestros cascos históricos, respetando sus elementos auténticos y antiguos.
Es necesaria, pues, la participación continuada de inversores y la colaboración dinámica de la sociedad, una comunidad que guarda en el interior de sus núcleos históricos y monumentales su identidad, su cultura y su historia y tiene la obligación y el derecho de transmitir esos valores a las generaciones venideras.
La conservación de nuestros barrios históricos y sus valores materiales, culturales y espirituales debe ser un aspecto relevante a considerar en la planificación de un territorio. Toda intervención debe realizarse con cautela, con precisión y con delicadeza, resolviendo adecuadamente cada escollo, cada tropiezo, cada peligro. Debe ir precedida, además, de profundos estudios multidisciplinares de la mano de sociólogos, arquitectos, arqueólogos, historiadores, antropólogos….. Es necesario conocer la realidad urbana, histórica y cultural de la ciudad para no herirla con cualquier actuación. Es necesaria, también, una concienciación de la sociedad, desde edades muy tempranas, por medio de campañas de sensibilización y de información, sobre la envergadura y significado que poseen los conjuntos históricos dentro de nuestra memoria colectiva.



Existen cientos de núcleos históricos que merecen una visita. Cada uno de sus monumentos y construcciones se erige en testimonio único e incalculable de sus seculares costumbres, leyendas e historia, aspirando a convertirse en un transmisor de toda una riqueza cultural auténtica.
El buen uso del patrimonio que nos ofrecen los conjuntos históricos es el respaldo más adecuado para su apropiada protección, para su progreso y para su crecimiento cultural y social y para conseguir que nuestras viejas ciudades sean realidades vivas, sostenibles y dinámicas.



No quiero terminar esta reseña sin mencionar las siguientes palabras que resumen, con muy pocos vocablos y metafóricamente, todo lo expuesto en este escrito y con las que me siento totalmente identificada. Las he leído en un artículo titulado “La conservación del patrimonio edificado: restauración, rehabilitación y arquitectura moderna” cuya autora es Palma Martínez-Burgos García.
“…la ciudad es como la piel en la que van quedando las señales del tiempo, los recuerdos y las cicatrices que deja el hecho de vivir, y sólo a través de esas señales leemos el pasado; pero sé que no es sólo eso, la ciudad es también un escenario abierto de nuestras memorias y de nuestros sentimientos”.