sábado, 25 de agosto de 2012

Los faros del norte de Galicia, destellos entre rías (III)

De Estaca de Bares a la Torre de Hércules.
Entro en la provincia de A Coruña para recorrer las torres levantadas a lo largo de esta parte de la fachada abierta al Atlántico, empezando por el Faro decimonónico situado en Estaca de Bares, en el municipio de Mañón, en pleno centro de las Rías Altas, entre la de O Barqueiro y la de Ortigueira.
 
 
La punta de Bares, un colosal promontorio rocoso, ha sido una de las referencias más utilizadas, a lo largo de los siglos, por los barcos que surcaban este litoral, en donde el Cantábrico y el Atlántico unen sus aguas.
 
 
Por ser una de las puntas más salientes y más elevadas, se decide, a partir del Plan de Alumbrado Marítimo de 1847, construir un faro de primer orden de fuste troncocónico en el lugar más prominente de este cabo, el más septentrional del litoral gallego, cerca del pueblo de Bares -que todavía conserva algunos escasos restos de su antiguo puerto fenicio- y a siete kilómetros del pintoresco y tranquilo pueblo de O Barqueiro -una preciosa estampa de blancas casas apiñadas que suben por la ladera al borde mismo del mar-.
El proyecto de este faro, el primero en encenderse, fue dirigido por el ingeniero Celedonio de Uribe, convirtiéndose en un ejemplo de racionalidad con la construcción de una torre octogonal de sillería, encajada en la fachada posterior del edificio rectangular de los torreros. Ya en el siglo XX, se realizó una ampliación del edificio, levantando nuevas viviendas. Su tipología sirvió de modelo para futuros proyectos de faros del litoral gallego.
 
 
En las proximidades, todavía podemos contemplar las ruinas de una estación norteamericana de control aéreo, un pequeño observatorio de aves y los restos de molinos tradicionales que se distribuyen ladera abajo hasta el mar mientras comparten un pequeño arroyo.
Cuando se habla de Estaca de Bares es primordial mencionar su Semáforo que disponía de un sistema de izado en donde se colocaban banderas o señales para guiar a las embarcaciones. En el lugar en el que, según la leyenda y las tradiciones, se encendían los fuegos para orientar a los navegantes de esta agua, y a unos dos kilómetros del faro, se erige el Semáforo de Bares que mira orgulloso a la isla Coelleira.

La construcción se distribuye en diversos cuerpos que culminan  en una torre de observación de forma hexagonal, realizada en sillería. En una pequeña plazoleta, se erguía el mástil para las señales. Una vez que dejó de utilizarse, el edificio del semáforo cayó en desuso y fue abandonado, hasta que, hace muy pocos años, se recuperó para darle nuevas utilidades, pasando a convertirse en un establecimiento de hostelería, desde el que poder contemplar el mar en toda su inmensidad.

Siguiendo la ruta hacia el oeste de la ría de Ortigueira, por una empinada carretera que sube paralela al mar, desde la villa marinera de Cariño, llego al cabo de Ortegal, otro punto de referencia visual ineludible. Este abrupto paraje, constituido por los altos e impresionantes  acantilados de la serra de A Capelada –considerados los más altos de Europa- y los temidos Aguillóns -unos  imponentes y peligrosos peñascos que emergen del mar y que sufren los continuos embates de las aguas- es el escenario en donde se emplaza el solitario faro de Ortegal, uno de los más modernos de Galicia, cuyo proyecto se redactó en el año 1982, para señalar la entrada a la ría de Ortigueira.
 
 
 
La sencillez implantada en los modelos de faros lo convirtió en una simple torre cilíndrica construida en hormigón, con dos balconcillos volados, y pintada con amplias franjas rojas y blancas para procurar una mayor visibilidad a los buques que recorren estas gélidas aguas. Una pequeña explanada, abierta al mar, lo rodea sirviendo de magnífico mirador para contemplar los respetables cantiles y los magníficos y amenazadores Aguillóns.

 
 

Me dirijo desde cabo Ortegal hasta el municipio de Cedeira. Allí me aguarda punta Candieira, a unos ocho kilómetros de esta villa marinera con encanto, siguiendo una tortuosa carretera de fuerte descenso hasta finalizar el recorrido al borde mismo de los abruptos acantilados sobre los que se levanta el faro de punta Candieira, cuyo nombre tan evocador parece rememorar el establecimiento, en tiempos pasados, de una luz que señalase estos parajes.
 

Se trata de unos admirables promontorios rocosos, cortados en vertical, que enlazan con las magníficas alturas de A Serra da Capelada, y que fueron referente importante  para los marinos, cuyo avistamiento les advertía de la peligrosa presencia que suponía para ellos la cercanía de estas abruptas paredes. A mediados del siglo XX, se tomó la determinación de construir su faro de sección hexagonal, uno de los últimos en levantarse en Galicia, y que se adosa a la fachada marina del edificio de los torreros.

 
 
Siendo el puerto de la villa de Cedeira un refugio adecuado para los barcos, en caso de peligrosos temporales, se decidió erigir otro faro, de sexto orden, en lo alto de la punta de Robaleira, diametralmente opuesto al de Candieira, para iluminar la entrada a ese fondeadero. Se trata del Faro de Cedeira, un pequeño edificio rectangular, también con una torre hexagonal adosada en su fachada trasera. Pero con la puesta en marcha de la luz de Candieira, la de Cedeira, levantada en el año 1862, quedó abandonada lo que conllevó su deterioro; aunque recientemente se han efectuado labores para su recuperación y automatización.


A medio camino entre la población de Cedeira y la ciudad de Ferrol, es imprescindible hacer una parada en el municipio de Valdoviño. Allí me espera una estampa difícil de olvidar: magníficos y salvajes arenales con playas solitarias de gran belleza, pequeñas y abrigadas calas que se intercalan por toda la costa valdoviñesa, además de su laguna, un humedal de importante riqueza.  Desde la carretera, ya se contempla el perfil inconfundible de su torre, una de las más modernas que se han edificado en los últimos años.
 
 
 
El proyecto del levantamiento del faro de A Frouxeira –que así se denomina esta luz- fue elegido dentro de un concurso de ideas, convocado por la Dirección General de Costas en los años 90 del siglo XX, con el objetivo de completar el litoral español con nuevas torres luminosas. Aquí, en el cabo de A Frouxeira, rodeado de acantilados, se optó por una solución vanguardista, que contrasta con el medio natural en el que se ubica. Aquitectónicamente, es un formato prismático en donde se han simplificado sus elementos.

 
Bajo su planta se extienden varios túneles militares que nos conducen hasta las baterías emplazadas al borde mismo de los cantiles y que se utilizaron, durante el siglo XX, como puestos de vigilancia y defensa de esta costa.
 
 
 
 
Al contemplar la belleza salvaje de todo este espacio natural, no es extraño que el director de cine Roman Polansky eligiese el cabo de A Frouxeira y los alrededores del faro para rodar “La muerte y la doncella”.

Ya en el municipio de Ferrol, también entre antiguas baterías e instalaciones militares, se levantaron, en el siglo XIX, el solitario faro de Prior -destinado a señalizar por el norte el golfo Ártabro- y el faro de Prioriño -a la entrada de la ría ferrolana, cuya principal misión era la de orientar los buques de la Armada hacia su arsenal-. Desde este abrupto paraje, y siempre en días de buena visibilidad, podemos llegar a observar, hacia el sur, la milenaria Torre de Hércules.
Cabo Prior

Faro de cabo Prior

 
Cabo y faro de Prioriño
Con el Faro decimonónico del castillo de A Palma, ubicado a escasos metros de esta fortaleza, perteneciente al municipio de Mugardos, se completan las señales luminosas del entorno ferrolano.
 
 
 
Me dirijo hacia la ciudad de A Coruña, dejando a mi paso, en Oleiros, los dos faros independientes de Mera -de principios del siglo XX, y que siguen funcionando sin apenas cambios- y el faro de Oza  que, aunque empezó a iluminar la ría coruñesa en el año 1917, a mediados del siglo XX se suprimió su servicio quedando el edificio abandonado, hasta que, recientemente, y gracias a un proyecto de rehabilitación, fue recuperado por la Autoridad Portuaria de A Coruña cediéndolo como sede a la Asociación Cultural Armada Invencible.
 
 
 
Cualquiera que se acerque a la ciudad herculina, no debería dejar de visitar el castillo de San Antón, construcción militar situada en un islote, a la entrada de la bahía, y edificado en el siglo XVI para reforzar su defensa.
 
 
Esta fortificación fue un importante baluarte durante el ataque del pirata Francis Drake. Después de ser casa del gobernador y prisión civil y militar, se añadió a este castillo, durante la centuria decimonónica, una nueva función al establecerse, en su parte superior, una luz de pequeño orden.
El interés que ha motivado el levantamiento del sencillo faro radica en la utilización del hierro como material constructivo, convirtiéndose en el primer faro español realizado con ese metal. Con la llegada de la automatización de estas luces, se derribó la antigua edificación de hierro, aprovechando la estructura de la torre hexagonal, recubriéndola de sillería, y conservando la linterna original.
 
En la actualidad el castillo de San Antón, junto con la Torre de Hércules, son dos puntos importantes de interés cultural e histórico. El Castillo alberga el Museo Arqueológico de A Coruña, que ofrece a todo visitante un recorrido por la prehistoria, y las culturas castrexa y romana de la ciudad, mientras que la Torre de Hércules tiene el privilegio de ser el faro romano más antiguo del mundo en funcionamiento. La historia sobre esta magnífica y ancestral luz la postergo para un próximo reportaje en este blog cuya protagonista será esta legendaria torre.
 
 

viernes, 17 de agosto de 2012

As fragas do Eume, entre la tierra y el cielo



Hace unos días, mi pareja y yo decidimos acercarnos hasta el milenario bosque de “As fragas do Eume”. Hacía bastante tiempo que yo sentía curiosidad por conocer in situ cómo habían culminado las labores de restauración del cautivador monasterio de Caaveiro, en el mismo corazón de las fragas. Según las noticias y los comentarios que me llegaban, los resultados de la recuperación y rehabilitación de ese cenobio parece que habían sido excelentes, y así es como bien pude comprobar.
La última vez que habíamos visitado Caaveiro y sus exuberantes fragas fue hace años, a poco de iniciarse todo el proceso de restauración del monasterio. Desde entonces, y a pesar de la cercanía del lugar, no habíamos vuelto. Hace escasos días, nos sumergimos, de nuevo, entre la fresca espesura y la verde frondosidad de este fascinante bosque atlántico.
Dejamos el coche en el primer aparcamiento habilitado a la misma entrada de las fragas, a escasos metros del Centro de Interpretación del Parque y del restaurante Andarubel, además de ser, también, la zona de estacionamiento del bus que, gratuitamente, acerca a todo aquel que lo desee hasta los pies del mismo monasterio de Caaveiro. Pero en lugar de utilizar los servicios que el autobús nos ofrecía, decidimos realizar el trayecto, hasta el cenobio, caminando por la pista que discurre siempre junto al río Eume.

 Nuestros recuerdos nos fallaron y no nos percatamos de la considerable distancia que existe entre el Centro de Interpretación y Caaveiro. Casi dos horas de caminata, a paso ligero. Más tarde nos informaron de que el trayecto es de casi ocho kilómetros, una longitud más que suficiente y respetable para los que perdimos el saludable hábito de coger el “coche de San Fernando: un poquito a pie y otro poquito andando….” Por suerte, en el momento de regresar (otros casi ocho kilómetros), el chófer del autobús -no sé si por humanidad, por pena o por deber- nos permitió subir al autocar, a pesar de que no habíamos sacado los billetes a nuestra llegada al parque, billetes que te dan derecho a utilizar el ómnibus tanto en el viaje de ida como en el de vuelta. Evidentemente, a este amable conductor le estaremos eternamente agradecidos, puesto que nuestros ánimos, para tener que enfrentarnos a otros ocho kilómetros de recorrido, se habían volatilizado y nuestras extremidades inferiores, especialmente los pies, apenas respondían a las órdenes de nuestros cerebros.
¡Por fin!, pude comprobar los magníficos y acertados trabajos de intervención integral efectuados por los arquitectos Isabel Aguirre y Celestino García en el monasterio: la restauración de los edificios monacales y la recuperación de la cubierta y del camino de acceso. La Casa del Guardés se ha transformado en el punto de acogida de visitantes y en cafetería. Todas las construcciones que conforman el conjunto disponen, ahora, de paneles explicativos que informan sobre el uso que, en su momento, tenía cada edificio: “Casa dos Coengos”, “Casa de Don Pío”, “Casa das Bestas”, “Casa do Forno”. También he podido constatar los destrozos que, por desgracia, un furioso incendio provocó en las fragas, allá por el mes de abril, asolando una buena extensión de este bosque y dañando una gran parte de las especies vegetales.



En definitiva, creo que se ha respetado, en todo lo posible, la esencia del conjunto arquitectónico original. Pero  como se nos hacía tarde, no solicitamos la visita guiada. Tengo pendiente, pues, volver y requerir el apoyo de un guía para recorrer, de nuevo, con más tranquilidad y mayor y mejor información, este admirable espacio mágico, natural y arquitectónico.
Lo que, a continuación, relato, corresponde a un breve artículo sobre las fragas titulado “As fragas do Eume, entre la tierra y el cielo” que, en su momento, escribí, para una revista. Por entonces, las operaciones de rehabilitación del monasterio estaban en su primera fase.

AS FRAGAS DO EUME, ENTRE LA TIERRA Y EL CIELO
Entre las ruinas de viejos monasterios, guardianes de secretos y desafiantes del paso del tiempo, y los sinuosos meandros del río Eume, los ecos de un pasado medieval de leyendas y de poder se perciben en el imponente paisaje de As Fragas do Eume.

As fragas do Eume
La comarca de As Terras do Eume, situada a escasos kilómetros de Ferrol, recibe su nombre del Eume, el principal río que la recorre y uno de los más caudalosos de Galicia.
El verdadero y auténtico tesoro de estas verdes tierras son sus fragas. Es el bosque Atlántico Termófilo mejor conservado de Europa, una verdadera reliquia y un  ecosistema único en nuestro continente, junto con el de la localidad de Killarney, en el condado irlandés de Ferry. Humedad, sombra y bajas temperaturas son las claves que singularizan este espacio. Cerca de cien especies vegetales dan vida a esta reserva natural que apenas sufrió cambios desde la época Neolítica, de ahí su enorme importancia que nos permite imaginar cómo era nuestro Viejo Continente hace miles de años. Es, además, una de las zonas con mayor valor faunístico de España; algunas de sus especies de animales están en peligro de extinción. Búhos reales, murciélagos, ardillas, gatos salvajes, zorros, halcones, nutrias, entre otras especies, habitan bajo y sobre sus árboles.  
Me adentro por este gran corredor forestal, de casi 20 km. de bosque que se extiende por una superficie de 9.125 hectáreas, abarcando cinco municipios. Los grupos de robles, además de otras especies arbóreas, y también los de ribera, abovedan todo este grandioso espacio natural proporcionando un enorme placer al visitante de estas tierras.

Una amplia variedad de helechos, hongos y líquenes de diversas clases, algunos de ellos datados en la era Terciaria, constituyen su gran riqueza floral, siendo elementos naturales imprescindibles para la conservación y el mantenimiento del equilibrio ecológico de esta zona, además de dotar al paisaje de una gran paleta con diversas tonalidades. Las laderas que, ya cerca de la desembocadura del río Eume, se inclinan con suavidad, desarrollan una potente verticalidad hasta convertir a este lugar en un estrecho cañón de plantas y de humedad y en una atrayente y auténtica cascada de verdor.


Esta singular y abrupta belleza paisajística empezó a estar amenazada por ataques externos, por lo que la Xunta de Galicia decidió declarar este entorno parque natural con el fin de protegerlo.
Entre esta explosión de verdor, se yerguen, majestuosos y orgullosos, los monasterios de San Xoan de Caaveiro –atalaya física y espiritual-  y de Santa María de Monfero -imperial y majestuoso-, próximos, ambos, a las aguas del río Eume, disponiendo, de esta forma, de espacios con agua para los cultivos y para el trabajo en el molino con el objetivo de que sus antiguos moradores no tuviesen que desplazarse fuera de los límites monacales.
Ambos monasterios atraen, no sólo por el arte que guardan y la cultura y formas de vida que albergan, sino también por la paz que inspiran. Cada uno de ellos, a pesar de ubicarse a escasos kilómetros uno del otro, posee una personalidad peculiar ya sea por su emplazamiento, por los materiales empleados en su construcción o por la atmósfera que desprenden.
Monasterio de Caaveiro
Monasterio de Monfero
San Xoan de Caaveiro y Santa María de Monfero.
Dirijo mis pasos, primero, hacia el mismo corazón del bosque, en donde en el municipio de A Capela, y colgado sobre el río, se esconde el monasterio de San Xoan de Caaveiro, una pequeña joya benedictina, con una hermosa iglesia románica del siglo XII. Se trata, probablemente,  de uno de los más bellos conjuntos monacales del norte de la Península. Está enclavado sobre un promontorio elevado que se levanta entre altos peñascos a modo de fortaleza monacal. Rodeado por el río Eume y su afluente el Sesín, me produce la sensación de una isla ubicada dentro de un paisaje exuberante de verdor o bien una frondosa arquitectura constituyendo parte de la vegetación autóctona y transformándose en vigía de uno de los más bellos rincones de este entorno natural. Además, su situación refleja un refugio adecuado para la vida religiosa y ascética, sólo rota por el fluir del río Eume.


En mi recorrido y subida al monasterio, recuerdo las palabras de Ambrosio Morales, enviado de Felipe II en busca de las reliquias y los manuscritos que sirvieran para la santificación de El Escorial, y que estuvo a punto de abandonar su objetivo por llegar a Caaveiro pues “cuesta muy caro el llegar a él a pie, que a caballo quasi es imposible, y con esto tiene bien fundada la soledad”. Con estas palabras, se refería Morales a los 14 kilómetros de camino que recorrió serpenteando la orilla del río Eume y que, en su ascenso, se encuentra con su afluente el Sesín.
Los orígenes del monasterio no son claros. Los inicios de su fundación se pierden en la historia; aunque  se cree que los primeros cristianos de los primeros siglos hayan sido los fundadores de este monasterio, construyendo, primeramente, un eremitorio; pues este enclave, de difícil acceso y apartado, proporcionaba un nulo contacto con el mundo para dedicarse, de esta manera, a la vida espiritual y reflexiva.
Sí se sabe que San Rosendo, en el siglo X, fundó un cenobio, en los alrededores de este lugar, por medio de donaciones y reuniendo a ermitaños que se dedicaban a hacer vida penitente por este entorno, y que vivían en chozas y se alimentaban de hierbas y raíces.
Cuenta la leyenda que al asomarse San Rosendo un día por la ventana, y viendo el tiempo que hacía, exclamó: “¡¡qué oscuro está el cielo!!”, frase de la que, inmediatamente, se arrepintió, por lo que pudiera originar a la divina Providencia. Como castigo por esas palabras, tomó la decisión de ceñirse un cilicio que cerró con un candado y cuya llave lanzó al río. Pero días después, un salmón, pescado y llevado al cenobio, traía en sus entrañas la llave del candado y, por tanto, la señal del perdón por esas impulsivas palabras.
A lo largo de los siglos XII y XIII, esta pequeña comunidad monástica disfrutó de beneficios concedidos por monarcas gallegos y también por reyes castellanos que continuaron con la política de aumentar la riqueza de Caaveiro. A pesar de que, en sus orígenes, este monasterio pertenecía a la Orden de San Benito, en el siglo XIII ocupó sus instalaciones la Orden de San Agustín, otorgándole un carácter de real colegiata. Todo ello ayudó a la consecución de un poder y de unos privilegios, provocando alguno de ellos una serie de conflictos. Así, Alfonso XI se enteró de las quejas de quienes se sentían agobiados por los tributos que el prior Yánez exigía e incluso por otro tipo de servicios, ya que “les llevaban e les forzaban las mujeres e les tomaban cuanto avian e los tenian presos en casas fuertes hasta que les davan quanto tenían”.
Pero después de épocas de esplendor, llegó la decadencia provocada, precisamente, por esos abusos de alguno de sus priores en relación a los tributos cobrados a los habitantes del entorno y que causó una sucesión de desacuerdos y pleitos, quedando abandonado el monasterio de San Xoan de Caaveiro en el año 1806, cuando falleció Miguel Mon, su último prior. Ya en el año 1836, con la llegada de la desamortización, estas posesiones fueron vendidas por el Estado a particulares que restauran la iglesia en los primeros años del siglo XX. Las reliquias de San Rosendo se trasladaron a Santiago, y las campanas y algunas imágenes fueron llevadas a iglesias de la zona.
Se sabe que este cenobio gozó de una fama que ha sobrepasado las fronteras, contando con la visita de Lord Byron, aprovechando un viaje realizado a Lisboa, y de Eduardo VII de Inglaterra que, siendo príncipe de Gales, viajó con una escuadra hasta el puerto ferrolano y aprovechó, igualmente, su estancia en la ciudad de Ferrol, para visitar Caaveiro.
Parece que antiguamente existieron dos iglesias, aunque hoy sólo se mantiene el pequeño templo románico, del siglo XII, de Santa Isabel.

Arquitectónicamente, destaca su ábside semicircular, con tres ventanas con dos pares de columnas cada una y apoyado sobre un soporte de arcos con el objetivo de salvar el desnivel del terreno. Me llama la atención su portada que presenta una doble arquivolta de medio punto sobre cuatro columnas con la representación del Agnus Dei en el tímpano.


Sobresale, igualmente, la  elegante torre barroca del siglo XVIII, obra de Clemente Sarela, sobre la portada que cierra el atrio, y otras instalaciones que componen el resto del conjunto declarado Monumento Histórico Artístico en el año 1975 y, actualmente, restaurado y reconstruido por la Diputación de A Coruña.


Igual atención merece el monasterio cisterciense de Santa María de Monfero, a escasos kilómetros del de Caaveiro, situado en el municipio que lleva su nombre y enclavado  entre los valles de los ríos Eume y Lambre, con una silueta que todavía se levanta majestuosa en estas tierras altas. Se trata de una de las más importantes abadías que ha tenido el Císter en Galicia. Fue declarado Monumento Histórico Artístico en el año 1941, procediendo, desde el año 1970, con el impulso de Chamoso Lamas, a la restauración de la fachada de la iglesia, salvándose, así, de la ruina. Ya en el año 1993, la Xunta de Galicia acomete un proyecto de reconstrucción de las bóvedas, de restauración del claustro procesional y de otras dependencias.
En Santa María de Monfero, se guardan los restos de parte de la familia de los Andrade, muy presentes en toda esta comarca, constituyendo, así, un hito en la ruta que sigue las huellas de la casa de Andrade.
No están demasiado claros los orígenes de Santa María de Monfero. Parece tener sus inicios en el siglo X, cuando se construyó una ermita que fue, posteriormente, destruida por las invasiones normandas. Se cuenta que, al igual que su vecino monasterio de San Xoan de  Caaveiro, fue fundado por San Rosendo. Otra teoría defiende que nació de la unión de dos ermitas: la de San Marcos y la de Nuestra Señora de la Cela. Pero parece que fue Alfonso VII quien ordenó la transformación de la ermita de San Marcos en monasterio, con la llegada de seis monjes procedentes de Santa Marina de Valverde, en el Bierzo. Ya en el siglo XII, concretamente en el año 1135, comienza la construcción del monasterio, de origen románico. Y será en este siglo cuando este monasterio se conozca por la riqueza de sus preciosos códices y por el trabajo de sus escribanos.
Las bases patrimoniales del cenobio quedaron confirmadas, en el primer tercio del siglo XIII, gracias a una gran cantidad de donaciones sucedidas a lo largo de los años por numerosas familias y que fueron asegurando y consolidando las propiedades territoriales del monasterio, y permitiendo el arranque de lo que sería el imperial monasterio de Santa María de Monfero, llegando a convertirse en una potencia territorial codiciada por diversos señores.
Y es que la historia legendaria del monasterio de Monfero se caracteriza por la sucesión de enfrentamientos, envidias, hechos violentos, asesinatos como los cometidos contra varios religiosos. También los robos, a lo largo del siglo XIX, han ido vaciando, poco a poco, su interior. A todo esto hay que añadir la furia de los rayos que causaron daños en el conjunto monacal a lo largo de los siglos.
Después de épocas de esplendor, el monasterio de Santa María de Monfero entra también en decadencia que, al igual que el caso de su vecino Caaveiro, finaliza con la desamortización de Mendizábal. La Guerra de la Independencia provocó un grave quebranto económico acentuado por la expulsión de la comunidad religiosa en el año 1820.
En mi recorrido por este grandioso monasterio, descubro que, de las dependencias medievales, no queda nada en pie, salvo parte de uno de los muros laterales de la iglesia, además de otros restos. Posiblemente, la iglesia medieval tuviese una planta de tres naves con otras tantas capillas rectangulares en la cabecera. Su reconstrucción, en el siglo XVII, lo convierte en uno de los ejemplos más notables del barroco gallego. Se derriba la anterior iglesia y se encarga el maestro Simón de Monasterio de la edificación de la nueva, de planta de cruz latina y de una sola nave, en la que destaca la original fachada barroca ajedrezada, de un barroco puro,  alternando los sillares de pizarra con los de granito, además de dos pilastras con capiteles de estilo corintio que se elevan hasta la cornisa y las cuatro grandes columnas que decoran esta imponente fachada.  Posee una única torre, aunque se cree que, en el proyecto original, figuraban dos. Sobresale, también, su grandiosa cúpula octogonal de sello italiano.




Me adentro en su nave. La bóveda está embellecida con casetones y la de la sacristía aparece profusamente decorada con formas geométricas diversas, cruces y rosetas.
En su interior destaca el retablo pétreo de la capilla de la Virgen de Cela realizado en el año 1666. Pero lo que más atrae mi atención es la notable presencia de los sepulcros de los señores feudales más poderosos que gobernaron estas tierras y que dejaron su huella a lo largo de este territorio. Y es que este monasterio fue el elegido por la nobleza medieval como lugar de enterramiento. Sólo se conservan dos sarcófagos en el altar mayor, uno a cada lado, y dos laudas sepulcrales en el extremo del crucero sur. El de Nuño Freire de Andrade, “O Mao”, sepulcro gótico, responde al convencionalismo de la época, representando a un caballero con armadura, casco y espada y que apoya sus pies sobre un pequeño jabalí. El de su hijo, Pedro Fernández de Andrade es, también, una figura armada que aparece acompañado por dos ángeles sobre su almohadón y por dos perros junto a sus pies. En el lado meridional de la nave del crucero, y dispuestos en paralelo, se encuentran las laudas sepulcrales de Fernán Pérez de Andrade y la de Diego de Andrade que apenas  muestran elementos ornamentales. Todos ellos aumentan el interés de este ejemplo monacal del barroco gallego.



Tres claustros terminan de conformar el recinto monacal: el claustro renacentista denominado de la Hospedería en donde todavía se pueden apreciar restos del antiguo recinto románico; el claustro Reglar, con su fuente barroca, y en el que trabajó el maestro Juan de Herrera y, por último, el claustro conocido como el oriental y que fue levantado entre los siglos XVII y XVIII.


En definitiva, las fragas son un enclave natural que requieren una protección constante y que se han convertido en referente para los amantes del medio natural. Su proximidad al mar y a las riberas del Eume le confieren ese carácter tan especial de bosque atlántico que ofrece agradables sorpresas a quien lo visita. Y es que todo el bosque es un verdadero laberinto, un entorno mágico, en el que nuestros sentidos se pierden y dejan paso a la imaginación; en el que en cada rincón hay un tesoro de vida natural que permanece ahí para poder conocerlo, y en el que cada rincón monástico encierra, entre sus piedras y la hiedra, secretos y misterios del pasado que invitan a descubrirlos. Son un perfecto y pequeño paraíso terrenal desde donde casi se roza el cielo.